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El día en que Helmut Kohl se comprometió con los gitanos

Funeral de Helmut Kohl
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Parece inevitable que cuando se muere la gente, si encima se trata de personas importantes que en algún momento han tenido algún tipo de relación con nosotros, nos acordemos más de ellas y revivamos con intensidad lo que durante mucho tiempo ha estado adormecido en nuestros recuerdos.

He conocido la noticia del fallecimiento de Helmut Kohl, el gran artífice de la reunificación alemana, defensor de la nueva Europa y gran amigo de España, para que hayan acudido a mi mente algunas facetas de mi vida que de alguna manera han estado vinculadas a la actividad política del gran canciller alemán. Y hoy, cuando he visto por TV las imágenes del féretro del gran estadista en el Palacio de Europa en Estrasburgo, en cuyos escaños he permanecido los últimos doce años de mi vida parlamentaria, he sentido como el flujo de la gratitud inundaba mis sentimientos para decirle desde el teclado de mi ordenador: ¡Gracias, muchas gracias canciller!

La Europa que Helmut Kohl vio en 1994. Dos acontecimientos contrapuestos

A la sazón yo era diputado en el Parlamento Europeo y vivía con intensidad los acontecimientos relacionados con el racismo que tuvieron en 1994 dos claros exponentes.

El primero, positivo y esperanzador, se vivió en Sudáfrica. Después de siglos de apartheid los negros pudieron votar por primera vez en su país en igualdad de condiciones con los ciudadanos blancos. Aquellas históricas elecciones permitieron la instauración de un Parlamento democrático y la elección de un presidente de la nación que recayó en el líder del African National Congress (ANC) Nelson Mandela tras haber permanecido en la cárcel más de 27 años. Antes había recibido en Estrasburgo de manos del presidente español Enrique Barón el premio Sájarov, lo que me permitió mantener con él un breve intercambio de opiniones. Ese día, el siglo XX pudo completar el trío de personalidades antirracistas más grandes de su época: el Mahatma Gandhi, Martin Luther King y ahora Nelson Mandela.

El segundo fue terrible e inhumano porque convirtió a una parte del continente africano en la antesala del infierno. Fue en este año de 1994 cuando se desató la gran masacre africana en Ruanda que dio lugar al genocidio racista que costó la vida a casi un millón de personas como consecuencia del odio y el enfrentamiento tribal entre Hutus y Tutsis. En solo tres meses fueron eliminados el 75% de la población Tutsis. Las mujeres fueron violadas y muchos de los 5.000 niños que nacieron de esas violaciones fueron asesinados.

Pero la Europa comunitaria de 1994 no se quedaba a la zaga en la realización de actos y agresiones racistas contra los inmigrantes, contra los de color diferente y contra los gitanos. José María Bandrés, mi gran amigo y compañero en el Parlamento Europeo, con quien compartí tantas horas de inquietud por el auge racista que veíamos a nuestro alrededor, ofreció en la Universidad Complutense de Madrid una conferencia donde puso de manifiesto el auge racista que se constataba en el territorio de la Unión Europea.

En Bélgica, donde adquirió fuerza de naturaleza racista las “Forces Nouvelles”, grupo violento de extrema derecha. En la República Federal Alemana, donde se habían incrementado de modo alarmante el número de ataques violentos contra extranjeros, la policía y la Fiscalía del Estado eran reacias a actuar contra la violencia de origen racial o a admitir el racismo como motivación. En Francia fueron asesinados más de 20 extranjeros por motivaciones racistas. En uno de estos casos, seis jóvenes franceses mataron a patadas a un tunecino padre de cinco hijos. El oficial de policía que los detuvo afirmó que lo que más le chocaba era que no tenían la sensación de haber hecho nada reprobable. En Italia el número de inmigrantes ilegales se estimaba en 1994 en un millón y medio de personas. En el Norte, donde avanzaba la Liga Lombarda, se leyó en un campo de fútbol, con ocasión de un partido contra el Nápoles, un cartel que decía: «Hitler, haz con los napolitanos lo que hiciste con los judíos». En el Reino Unido la policía hizo público que en Londres se producían una media de seis incidentes racistas al día y el Instituto de Estudios de la Policía sugirió que la cifra podría ser diez veces mayor, pues muchas víctimas no denunciaban su caso.

Y sucedió en Grecia, en la Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno celebrada en la isla de Corfú en 1994

Seguramente alarmados por la situación y viendo que el auge del racismo podría ser un veneno letal para Europa, Helmut Kohl en representación de Alemania y François Mitterrand en nombre de Francia presentaron conjuntamente en la Cumbre de Corfú el proyecto de creación de una COMISIÓN CONSULTIVA CONTRA EL RACISMO Y LA XENOFOBIA. Comisión que investida del más alto rango debía ocuparse de poner en marcha un plan de formación común para los funcionarios de los Estados miembros, una estrategia general para combatir los actos de violencia racista y xenófoba y la incitación al odio racial, así como un estudio para la armonización de legislaciones y prácticas legales de los Estados.

Y con motivo de la creación de este alto organismo, de forma indirecta, comienza mi actividad política desde el seno de un grupo de gran prestigio en cuya génesis estuvo el Sr. Kohl. La Cumbre de Corfú estableció que esa Comisión debía estar formada por quince miembros, uno por cada Estado, nombrado por el Gobierno de cada país, “escogido entre personalidades de alto prestigio en la vida pública de cada Estado”. Efectivamente, las biografías de aquellas personas eran deslumbrantes. Había dos rectores de universidad, cuatro exministros, un ex jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas de su país, dos alcaldes de las capitales de sus territorios… y yo, que jamás he ostentado cargo alguno de tanta relevancia. Confieso que al principio sentí un cierto complejo y nunca olvidaré el día que celebramos la primera reunión en la sede oficial en Bruselas de la Comisión de la Unión Europea. Yo conocía bien aquellas instalaciones por mi condición de diputado Europeo y me dirigí a una de las salas donde las diversas comisiones legislativas celebran sus reuniones. Mi sorpresa fue cuando el secretario de la Comisión, que era un Director General, me dijo:

―Por favor, señor Ramírez Heredia, su comisión se reúne en la sala donde lo hacen los Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión.

¡Acongojante! En algún momento referiré la gran aventura que supuso trabajar durante casi cuatro años en aquella Comisión que un día se le ocurrió crear a Helmut Kohl. Pero no quiero dejar pasar este momento del relato sin referir como se produjo mi nombramiento. Fue en un Consejo de Ministros siendo presidente del Gobierno don Felipe González. Me dieron la noticia y lo agradecí. Pero lo que yo no sabía es que mi designación fue objeto de una cierta polémica en el seno del Consejo. Y lo supe gracias a que fue Cristina Alberdi, a la sazón Ministra de Asuntos Sociales quien me lo dijo.

Por razones obvias de mi actividad política hablé con ella para comunicárselo:

―Cristina, ―le dije con una cierta candidez― tengo que darte una noticia, y quiero que seas tú la primera en saberlo. Creo que me van a nombrar representante del Gobierno Español en la Comisión Consultiva contra el Racismo y la Xenofobia creada a instancia del Canciller alemán Helmut Kohl y el presidente Mitterrand.

La reacción de la ministra fue fulminante.

― ¡A mí me lo vas a decir! Tú no sabes la polémica que se suscitó cuando se dijo tu nombre, porque otro ministro (no me quiso decir quien, aunque luego lo supe) propuso para ese puesto a Juan María Bandrés. Unos dijeron que Bandrés ofrecía el mejor perfil por su larga trayectoria en defensa de los Derechos Humanos en el País Vasco, y otros dijimos que la persona idónea para desarrollar una actividad tan específica como era la que tenía que abordar esa Comisión eras tú. El presidente del Gobierno escuchó atento cuanto dijimos unos y otros y zanjó la discusión diciendo: “Yo creo que Juan de Dios es la persona adecuada para ese puesto”. Y se acabó.

El día que Helmut Kohl me saludó dando un taconazo e inclinando ligeramente la cabeza mientras estrechaba mi mano

Sucedió en Granada. Fue el 27 de noviembre de 1993. España y Alemania celebraban una reunión bilateral para tratar asuntos de interés común sobre la defensa europea y la lucha contra la droga. Y como es natural, acabada la jornada de trabajo Felipe González se llevó al canciller alemán a dar un paseo por el Albaycín. Lo cuentan los periódicos de la fecha. Los dos jefes de Gobierno acababan de contemplar desde el Mirador de San Nicolás la espléndida vista de la Alhambra, con la Sierra Nevada al fondo, cuando una gitana llamó a gritos a Felipe González para llamar su atención. Y cuando Felipe se percató y miró a la mujer, ésta no pudo reprimirse y le lanzó un piropo: “bienparío”. Nos imaginamos las dificultades por las que atravesó la intérprete alemana para que Helmut Kohl entendiera el profundo significado de aquel elogio.

Pero resulta que aquella tarde-noche la delegación alemana y la española se reunieron en una amplia sala del Palacio de Congresos granadino para tomar unas copas y pasar un rato de asueto antes de cenar. Y la Unión Romani, casualmente, también celebraba en el mismo sitio una de nuestras reuniones periódicas. En algún momento alguien me dijo que en el mismo edificio estaban reunidos los dos mandatarios. Sin poder reprimir la curiosidad me acerqué hasta donde pude, porque la policía había establecido un férreo cordón de seguridad. A la vista de lo cual, me marché con mi gente.

Pero mira por donde que alguien del gabinete del presidente del gobierno español me había visto y se lo dijo a Felipe González.

―Hemos visto por los pasillos a Juan de Dios Ramírez Heredia. Por lo que se ve un grupo de gitanos están celebrando en este mismo lugar una reunión.

―Pues búscalo y dile que venga ―fue el mandato escueto del presidente.

Efectivamente, el funcionario me encontró y me trasmitió el mensaje que me apresuré en cumplir.

Entré en la sala e inmediatamente vi al presidente español y al canciller alemán enfrascados en una conversación tan poco fluida como lo pueda ser tener cada uno, pegado a la oreja, a su intérprete respectivo. Pero cuando Felipe González me vio me hizo un gesto para que me acercara y me presentó a su ilustre interlocutor.

―Helmut ―le dijo con un acento andaluz que tiraba “patrás”― te quiero presentar a Juan de Dios Ramírez Heredia. Es diputado nuestro. Antes estaba en el Congreso de España, pero ahora está en el Parlamento Europeo. (Seguidamente le hizo algunos elogios de mi persona que por prudencia no voy a repetir, y sentenció) Y quiero que sepas, Helmut, que es gitano. El único gitano que tienes en Estrasburgo a dos pasos de Alemania.

Y fue en ese momento cuando vi erguirse a aquella mole de dos metros y 130 kilos de peso, extendiéndome la mano, dando un taconazo a guisa de saludo militar y haciéndome una ligera reverencia con la cabeza.

Y me preguntó cosas. Y quiso saber que pensábamos nosotros, los gitanos españoles del trato que recibían los gitanos en el resto de Europa. Y yo le contesté. Era consciente de que tenía que aprovechar aquella oportunidad única para hablarle de la dura persecución que estábamos sufriendo, especialmente en algunos países candidatos a integrarse en la Unión Europea. Y, sobre todo, quise recordarle el Holocausto que diezmó a los gitanos alemanes en aquella negra e interminable noche de la Segunda Guerra Mundial.

Cuando me separé de él tuve la sensación de que mi siembra no había caído en terreno baldío y que había tenido el inmenso honor de estrechar la mano a un hombre irrepetible, de mirada limpia a quien no había que convencer de que la dignidad y el respeto a las personas está por encima del color de la piel, de la cultura y las tradiciones, de los idiomas y de las fronteras que siempre son barreras artificiales para dividir y separar a los seres humanos.

Esto ocurrió en noviembre de 1993. Y en junio de 1994 Helmut Kohl propuso, junto al presidente francés, la creación de la Comisión Consultiva contra el Racismo y la Xenofobia que fue el germen que dio origen a las más importantes decisiones comunitarias contra el racismo y la exclusión social.

Que Dios le dé a Helmut Kohl una tierra amable y un lugar de privilegio junto a los grandes hombres que consagraron sus vidas por defender la igualdad de todas las personas.

Mi palabra de gitano. Recuerdos de la Transición (II)

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Hoy acudiré al Congreso de los Diputados. Han transcurrido cuarenta años desde que lo hice por primera vez, y aunque mi vida parlamentaria ha sido amplia y extensa en el tiempo, lo que me ha permitido conocer muy bien cada rincón de aquel templo donde reside la soberanía del pueblo español, no puedo evitar un sentimiento de nostalgia al rememorar la intensidad con que vivimos aquellos días primeros de la Transición.

Ya conté días pasados como se produjo mi entrada en el edificio por la estrecha puerta de la calle Fernanflor y quienes me acompañaban en aquel momento. Atravesé el pasillo que da acceso al ropero donde los diputados dejamos la ropa superflua y los enseres que transportamos de un lado para otro y me encontré con las tres principales puertas que dan acceso al hemiciclo. La puerta central, que es por la que entran sus majestades los reyes y que permanece cerrada el resto del año, y las dos puertas laterales, que conectan el salón de plenos con el pasillo de los pasos perdidos.

Esta fisonomía no ha cambiado en absoluto. En 1977 era exactamente igual que la vemos ahora. Sí ha cambiado el mobiliario del interior del hemiciclo. Los primeros años que pasamos en su interior fueron de auténtico suplicio. Los diputados debíamos sentarnos en bancos corridos, duros como una piedra e incómodos. No como ahora en que Sus Señorías cuentan con un cómodo asiento individual.

Decían los más viejos del grupo, mejores conocedores de la vida parlamentaria de los antiguos procuradores franquistas, que ¿para qué hacer un salón más cómodo y funcional, si los titulares de la representación del pueblo iban pocas veces y cuando lo hacían era simplemente para aprobar, o para aplaudir, lo que previamente se había decidido en otras instancias del poder político de entonces?

En junio de 1977 ni siquiera teníamos una repisa en la que depositar los papeles que pudiésemos necesitar para seguir el desarrollo del orden del día. Tan solo disponíamos de una pequeña tablita, colgada por dos bisagras en el respaldar de la bancada anterior, en la que podíamos depositar el paquete de tabaco y el mechero. Cosa que duró hasta el tres de abril de 1984 en que don Gregorio Peces Barba, fumador empedernido de gruesos cigarros puros, decretó que en el interior del hemiciclo no se podía fumar.

Era mi primera vez, como lo era para la inmensa mayoría de los hombres y mujeres que pisábamos las alfombras de aquella gran sala. Otros, que habían sido procuradores franquistas y que ahora reconvertidos a la democracia se sentaban a nuestro lado, se movían con soltura y hasta nos indicaban donde estaban los lavabos, las cabinas telefónicas desde las que podíamos llamar a nuestras casas o los pequeños buzones donde las ordenanzas introducirían la correspondencia o los papeles que nos fueran dirigidos.

Y por fin se levantó el telón

Poner el pie en el interior del hemiciclo fue para mí como entrar en un gran escenario donde me había correspondido el papel de figurante.  Me impresionaron las dos grandes figuras esculpidas en mármol de Carrara de Isabel la Católica a la derecha y de Fernando el Católico a la izquierda, pero lo que más llamó mi atención, seguramente por mi condición de gaditano, fue ver el gran cuadro que está a la derecha donde se ven las Cortes de Cádiz en el momento en que los Diputados juran su cargo en 1810.  En la pared opuesta otro gran óleo representa a la Reina Regente María de Molina haciendo la presentación de su hijo, el Infante Don Fernando, ante las Cortes de Valladolid.

Y seguidamente busqué donde acomodarme. Era el primer día y nadie tenía sitio asignado. Además, aquella sesión era conjunta de Diputados y Senadores lo que suponía que debíamos apretarnos para que todo el mundo pudiera estar sentado. Me apresuré en colocarme en un extremo de la fila séptima u octava. Quería tener la posibilidad de levantarme sin tener que molestar a nadie para hacerlo.

La presencia en el gobierno de Manuel Jiménez de Parga

Y así lo hice cuando vi entrar en la gran sala al recién nombrado Ministro de Trabajo el profesor Manuel Jiménez de Parga a quien yo debía en exclusiva mi condición de Diputado. Jiménez de Parga me ofreció acompañarle en la lista que él encabezaría al Congreso por Barcelona en el Partido Socialista Popular (PSP), cuyo líder era su amigo y compañero universitario el profesor Enrique Tierno Galván. Una vez fracasada esa candidatura barcelonesa seguí acompañando a Jiménez de Parga en la aventura centrista que tantos dolores de cabeza a ambos nos costó.

Jiménez de Parga era, por encima de todo, un verdadero demócrata y un beligerante antifranquista. La izquierda barcelonesa le respetaba y le seguía y entre sus discípulos más destacados estaban importantes líderes del partido comunista que nunca renunciaron al honor de ser sus seguidores, tales como Jordi Solé Tura y Francesc de Carreras entre otros. Conviene recordar que fue Manuel Jiménez de Parga el abogado que logró la sentencia favorable que legalizó en Cataluña al Partido Socialista Unificado de Cataluña, PSUC. En la tesis doctoral de Juan Rodríguez Teruel he podido leer que “Jiménez de Parga aceptó entrar en las listas de UCD por Barcelona en 1977, sin que hubiera participado en el proceso de formación de la coalición. En su caso, se valoró su prestigio como constitucionalista y el reconocimiento que había generado en el ámbito universitario. Por tanto, su entrada en el gobierno no se produce en tanto que líder del partido sino como signo de prestigio y consenso”.

Y entonces se produjo la revolución

Sí, la revolución se culminó cuando vi entrar por una de las puertas pequeñas situadas en la parte superior de la bancada a los símbolos más inequívocos de la izquierda revolucionaria española. Eran las mismas personas de carne y hueso de las que me habían enseñado en mi escuela de Puerto Real que eran la encarnación del Demonio y causantes de todas las desgracias de España. Lo hicieron todos juntitos. Parecía como si quisieran darse calor o protegerse mutuamente de algún ataque inesperado. La marcha, lenta, muy lenta, bajando las escaleras para no caerse la encabezaban dos personas muy mayores: Dolores Ibárruri, ‘La Pasionaria’, de 82 años y Rafael Alberti de 75. Detrás de ellos seguían Santiago Carrillo famoso Secretario General y cabeza visible del comunismo español. Y junto a ellos Ignacio Gallego, diputado por Córdoba, que fue miembro del Comité Central del PC; y Antonio Gutiérrez Díaz, máximo dirigente del PSUC de Cataluña junto a José Solé Barberá, diputado por Tarragona. Ambos fueron grandes amigos míos y a ellos me referiré con detenimiento en otra ocasión. Y así, siempre juntos y apretaditos, les siguieron Jordi Solé Tura a quien más tarde Felipe González nombraría Ministro de Cultura, y Simón Sánchez Montero, miembro del Comité Central del PC, dirigente del Partido Comunista en el interior y que estuvo encarcelado en las prisiones franquistas muchos años de su vida. Y así hasta los 20 diputados que lograron en aquellas históricas elecciones.

He estado rebuscando entre los testimonios fotográficos de aquella primera sesión en democracia del Parlamento español y es curioso ver las caras de los nuevos diputados, sentados ya en sus escaños, mirando el parsimonioso desfile de los diputados Comunistas. Algunas de las expresiones inmortalizadas por el fotógrafo son de película de terror. Si alguien dudó de que las cosas habían empezado a cambiar en España, esta secuencia de nuestra historia es la prueba más contundente de su realidad.

Han pasado cuarenta años desde aquella mítica sesión y aún me parece estar viendo el entusiasmo con que casi todos aplaudimos el discurso del Rey. Y lo hacíamos convencidos de que el fortalecimiento de la Corona en aquellos trascendentales momentos era la única garantía de que no volveríamos a las andadas. Las palabras del joven monarca caían sobre nosotros como una lluvia fina que auguraba una transición posible y casi milagrosa.

“(…) este solemne acto de hoy tiene una significación histórica muy concreta: el reconocimiento de la soberanía del pueblo español.  El camino recorrido hasta el día de hoy no ha sido ni fácil ni sencillo.  Pero ha resultado posible por la sensata madurez del pueblo español, por sus deseos de armonía, por el realismo y la capacidad de evolución de los líderes que hoy están sentados en este Pleno”.

Allí estábamos gente de muy distinto pelaje. Franquistas de toda la vida, republicanos para quienes la monarquía no era otra cosa más que la prolongación del difunto dictador que dijo haberlo dejado todo “atado y bien atado”, nacionalistas moderados -entonces Jordi Pujol lo era- y otros que acechaban el momento para declarar la independencia de sus territorios. Y para que no faltara de nada y fuésemos originales del todo, a esa legislatura que debía redactar una Constitución tan solo le faltaba un gitano. Y lo tuvo, porque ese fui yo.

Mi palabra de gitano. Recuerdos de la Transición (II)

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Hoy acudiré al Congreso de los Diputados. Han transcurrido cuarenta años desde que lo hice por primera vez, y aunque mi vida parlamentaria ha sido amplia y extensa en el tiempo, lo que me ha permitido conocer muy bien cada rincón de aquel templo donde reside la soberanía del pueblo español, no puedo evitar un sentimiento de nostalgia al rememorar la intensidad con que vivimos aquellos días primeros de la Transición.

Ya conté días pasados como se produjo mi entrada en el edificio por la estrecha puerta de la calle Fernanflor y quienes me acompañaban en aquel momento. Atravesé el pasillo que da acceso al ropero donde los diputados dejamos la ropa superflua y los enseres que transportamos de un lado para otro y me encontré con las tres principales puertas que dan acceso al hemiciclo. La puerta central, que es por la que entran sus majestades los reyes y que permanece cerrada el resto del año, y las dos puertas laterales, que conectan el salón de plenos con el pasillo de los pasos perdidos.

Esta fisonomía no ha cambiado en absoluto. En 1977 era exactamente igual que la vemos ahora. Sí ha cambiado el mobiliario del interior del hemiciclo. Los primeros años que pasamos en su interior fueron de auténtico suplicio. Los diputados debíamos sentarnos en bancos corridos, duros como una piedra e incómodos. No como ahora en que Sus Señorías cuentan con un cómodo asiento individual.

Decían los más viejos del grupo, mejores conocedores de la vida parlamentaria de los antiguos procuradores franquistas, que ¿para qué hacer un salón más cómodo y funcional, si los titulares de la representación del pueblo iban pocas veces y cuando lo hacían era simplemente para aprobar, o para aplaudir, lo que previamente se había decidido en otras instancias del poder político de entonces?

En junio de 1977 ni siquiera teníamos una repisa en la que depositar los papeles que pudiésemos necesitar para seguir el desarrollo del orden del día. Tan solo disponíamos de una pequeña tablita, colgada por dos bisagras en el respaldar de la bancada anterior, en la que podíamos depositar el paquete de tabaco y el mechero. Cosa que duró hasta el tres de abril de 1984 en que don Gregorio Peces Barba, fumador empedernido de gruesos cigarros puros, decretó que en el interior del hemiciclo no se podía fumar.

Era mi primera vez, como lo era para la inmensa mayoría de los hombres y mujeres que pisábamos las alfombras de aquella gran sala. Otros, que habían sido procuradores franquistas y que ahora reconvertidos a la democracia se sentaban a nuestro lado, se movían con soltura y hasta nos indicaban donde estaban los lavabos, las cabinas telefónicas desde las que podíamos llamar a nuestras casas o los pequeños buzones donde las ordenanzas introducirían la correspondencia o los papeles que nos fueran dirigidos.

Y por fin se levantó el telón

Poner el pie en el interior del hemiciclo fue para mí como entrar en un gran escenario donde me había correspondido el papel de figurante.  Me impresionaron las dos grandes figuras esculpidas en mármol de Carrara de Isabel la Católica a la derecha y de Fernando el Católico a la izquierda, pero lo que más llamó mi atención, seguramente por mi condición de gaditano, fue ver el gran cuadro que está a la derecha donde se ven las Cortes de Cádiz en el momento en que los Diputados juran su cargo en 1810.  En la pared opuesta otro gran óleo representa a la Reina Regente María de Molina haciendo la presentación de su hijo, el Infante Don Fernando, ante las Cortes de Valladolid.

Y seguidamente busqué donde acomodarme. Era el primer día y nadie tenía sitio asignado. Además, aquella sesión era conjunta de Diputados y Senadores lo que suponía que debíamos apretarnos para que todo el mundo pudiera estar sentado. Me apresuré en colocarme en un extremo de la fila séptima u octava. Quería tener la posibilidad de levantarme sin tener que molestar a nadie para hacerlo.

La presencia en el gobierno de Manuel Jiménez de Parga

Y así lo hice cuando vi entrar en la gran sala al recién nombrado Ministro de Trabajo el profesor Manuel Jiménez de Parga a quien yo debía en exclusiva mi condición de Diputado. Jiménez de Parga me ofreció acompañarle en la lista que él encabezaría al Congreso por Barcelona en el Partido Socialista Popular (PSP), cuyo líder era su amigo y compañero universitario el profesor Enrique Tierno Galván. Una vez fracasada esa candidatura barcelonesa seguí acompañando a Jiménez de Parga en la aventura centrista que tantos dolores de cabeza a ambos nos costó.

Jiménez de Parga era, por encima de todo, un verdadero demócrata y un beligerante antifranquista. La izquierda barcelonesa le respetaba y le seguía y entre sus discípulos más destacados estaban importantes líderes del partido comunista que nunca renunciaron al honor de ser sus seguidores, tales como Jordi Solé Tura y Francesc de Carreras entre otros. Conviene recordar que fue Manuel Jiménez de Parga el abogado que logró la sentencia favorable que legalizó en Cataluña al Partido Socialista Unificado de Cataluña, PSUC. En la tesis doctoral de Juan Rodríguez Teruel he podido leer que “Jiménez de Parga aceptó entrar en las listas de UCD por Barcelona en 1977, sin que hubiera participado en el proceso de formación de la coalición. En su caso, se valoró su prestigio como constitucionalista y el reconocimiento que había generado en el ámbito universitario. Por tanto, su entrada en el gobierno no se produce en tanto que líder del partido sino como signo de prestigio y consenso”.

Y entonces se produjo la revolución

Sí, la revolución se culminó cuando vi entrar por una de las puertas pequeñas situadas en la parte superior de la bancada a los símbolos más inequívocos de la izquierda revolucionaria española. Eran las mismas personas de carne y hueso de las que me habían enseñado en mi escuela de Puerto Real que eran la encarnación del Demonio y causantes de todas las desgracias de España. Lo hicieron todos juntitos. Parecía como si quisieran darse calor o protegerse mutuamente de algún ataque inesperado. La marcha, lenta, muy lenta, bajando las escaleras para no caerse la encabezaban dos personas muy mayores: Dolores Ibárruri, ‘La Pasionaria’, de 82 años y Rafael Alberti de 75. Detrás de ellos seguían Santiago Carrillo famoso Secretario General y cabeza visible del comunismo español. Y junto a ellos Ignacio Gallego, diputado por Córdoba, que fue miembro del Comité Central del PC; y Antonio Gutiérrez Díaz, máximo dirigente del PSUC de Cataluña junto a José Solé Barberá, diputado por Tarragona. Ambos fueron grandes amigos míos y a ellos me referiré con detenimiento en otra ocasión. Y así, siempre juntos y apretaditos, les siguieron Jordi Solé Tura a quien más tarde Felipe González nombraría Ministro de Cultura, y Simón Sánchez Montero, miembro del Comité Central del PC, dirigente del Partido Comunista en el interior y que estuvo encarcelado en las prisiones franquistas muchos años de su vida. Y así hasta los 20 diputados que lograron en aquellas históricas elecciones.

He estado rebuscando entre los testimonios fotográficos de aquella primera sesión en democracia del Parlamento español y es curioso ver las caras de los nuevos diputados, sentados ya en sus escaños, mirando el parsimonioso desfile de los diputados Comunistas. Algunas de las expresiones inmortalizadas por el fotógrafo son de película de terror. Si alguien dudó de que las cosas habían empezado a cambiar en España, esta secuencia de nuestra historia es la prueba más contundente de su realidad.

Han pasado cuarenta años desde aquella mítica sesión y aún me parece estar viendo el entusiasmo con que casi todos aplaudimos el discurso del Rey. Y lo hacíamos convencidos de que el fortalecimiento de la Corona en aquellos trascendentales momentos era la única garantía de que no volveríamos a las andadas. Las palabras del joven monarca caían sobre nosotros como una lluvia fina que auguraba una transición posible y casi milagrosa.

“(…) este solemne acto de hoy tiene una significación histórica muy concreta: el reconocimiento de la soberanía del pueblo español.  El camino recorrido hasta el día de hoy no ha sido ni fácil ni sencillo.  Pero ha resultado posible por la sensata madurez del pueblo español, por sus deseos de armonía, por el realismo y la capacidad de evolución de los líderes que hoy están sentados en este Pleno”.

Allí estábamos gente de muy distinto pelaje. Franquistas de toda la vida, republicanos para quienes la monarquía no era otra cosa más que la prolongación del difunto dictador que dijo haberlo dejado todo “atado y bien atado”, nacionalistas moderados -entonces Jordi Pujol lo era- y otros que acechaban el momento para declarar la independencia de sus territorios. Y para que no faltara de nada y fuésemos originales del todo, a esa legislatura que debía redactar una Constitución tan solo le faltaba un gitano. Y lo tuvo, porque ese fui yo.

Mi palabra de gitano. Recuerdos de la Transición (II)

Dolores Ibárruri, ‘La Pasionaria’, y Rafael Alberti en el Congreso de los Diputados
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Hoy acudiré al Congreso de los Diputados. Han transcurrido cuarenta años desde que lo hice por primera vez, y aunque mi vida parlamentaria ha sido amplia y extensa en el tiempo, lo que me ha permitido conocer muy bien cada rincón de aquel templo donde reside la soberanía del pueblo español, no puedo evitar un sentimiento de nostalgia al rememorar la intensidad con que vivimos aquellos días primeros de la Transición.

Ya conté días pasados como se produjo mi entrada en el edificio por la estrecha puerta de la calle Fernanflor y quienes me acompañaban en aquel momento. Atravesé el pasillo que da acceso al ropero donde los diputados dejamos la ropa superflua y los enseres que transportamos de un lado para otro y me encontré con las tres principales puertas que dan acceso al hemiciclo. La puerta central, que es por la que entran sus majestades los reyes y que permanece cerrada el resto del año, y las dos puertas laterales, que conectan el salón de plenos con el pasillo de los pasos perdidos.

Esta fisonomía no ha cambiado en absoluto. En 1977 era exactamente igual que la vemos ahora. Sí ha cambiado el mobiliario del interior del hemiciclo. Los primeros años que pasamos en su interior fueron de auténtico suplicio. Los diputados debíamos sentarnos en bancos corridos, duros como una piedra e incómodos. No como ahora en que Sus Señorías cuentan con un cómodo asiento individual.

Decían los más viejos del grupo, mejores conocedores de la vida parlamentaria de los antiguos procuradores franquistas, que ¿para qué hacer un salón más cómodo y funcional, si los titulares de la representación del pueblo iban pocas veces y cuando lo hacían era simplemente para aprobar, o para aplaudir, lo que previamente se había decidido en otras instancias del poder político de entonces?

En junio de 1977 ni siquiera teníamos una repisa en la que depositar los papeles que pudiésemos necesitar para seguir el desarrollo del orden del día. Tan solo disponíamos de una pequeña tablita, colgada por dos bisagras en el respaldar de la bancada anterior, en la que podíamos depositar el paquete de tabaco y el mechero. Cosa que duró hasta el tres de abril de 1984 en que don Gregorio Peces Barba, fumador empedernido de gruesos cigarros puros, decretó que en el interior del hemiciclo no se podía fumar.

Era mi primera vez, como lo era para la inmensa mayoría de los hombres y mujeres que pisábamos las alfombras de aquella gran sala. Otros, que habían sido procuradores franquistas y que ahora reconvertidos a la democracia se sentaban a nuestro lado, se movían con soltura y hasta nos indicaban donde estaban los lavabos, las cabinas telefónicas desde las que podíamos llamar a nuestras casas o los pequeños buzones donde las ordenanzas introducirían la correspondencia o los papeles que nos fueran dirigidos.

Y por fin se levantó el telón

Poner el pie en el interior del hemiciclo fue para mí como entrar en un gran escenario donde me había correspondido el papel de figurante.  Me impresionaron las dos grandes figuras esculpidas en mármol de Carrara de Isabel la Católica a la derecha y de Fernando el Católico a la izquierda, pero lo que más llamó mi atención, seguramente por mi condición de gaditano, fue ver el gran cuadro que está a la derecha donde se ven las Cortes de Cádiz en el momento en que los Diputados juran su cargo en 1810.  En la pared opuesta otro gran óleo representa a la Reina Regente María de Molina haciendo la presentación de su hijo, el Infante Don Fernando, ante las Cortes de Valladolid.

Y seguidamente busqué donde acomodarme. Era el primer día y nadie tenía sitio asignado. Además, aquella sesión era conjunta de Diputados y Senadores lo que suponía que debíamos apretarnos para que todo el mundo pudiera estar sentado. Me apresuré en colocarme en un extremo de la fila séptima u octava. Quería tener la posibilidad de levantarme sin tener que molestar a nadie para hacerlo.

La presencia en el gobierno de Manuel Jiménez de Parga

Y así lo hice cuando vi entrar en la gran sala al recién nombrado Ministro de Trabajo el profesor Manuel Jiménez de Parga a quien yo debía en exclusiva mi condición de Diputado. Jiménez de Parga me ofreció acompañarle en la lista que él encabezaría al Congreso por Barcelona en el Partido Socialista Popular (PSP), cuyo líder era su amigo y compañero universitario el profesor Enrique Tierno Galván. Una vez fracasada esa candidatura barcelonesa seguí acompañando a Jiménez de Parga en la aventura centrista que tantos dolores de cabeza a ambos nos costó.

Jiménez de Parga era, por encima de todo, un verdadero demócrata y un beligerante antifranquista. La izquierda barcelonesa le respetaba y le seguía y entre sus discípulos más destacados estaban importantes líderes del partido comunista que nunca renunciaron al honor de ser sus seguidores, tales como Jordi Solé Tura y Francesc de Carreras entre otros. Conviene recordar que fue Manuel Jiménez de Parga el abogado que logró la sentencia favorable que legalizó en Cataluña al Partido Socialista Unificado de Cataluña, PSUC. En la tesis doctoral de Juan Rodríguez Teruel he podido leer que “Jiménez de Parga aceptó entrar en las listas de UCD por Barcelona en 1977, sin que hubiera participado en el proceso de formación de la coalición. En su caso, se valoró su prestigio como constitucionalista y el reconocimiento que había generado en el ámbito universitario. Por tanto, su entrada en el gobierno no se produce en tanto que líder del partido sino como signo de prestigio y consenso”.

Y entonces se produjo la revolución

Sí, la revolución se culminó cuando vi entrar por una de las puertas pequeñas situadas en la parte superior de la bancada a los símbolos más inequívocos de la izquierda revolucionaria española. Eran las mismas personas de carne y hueso de las que me habían enseñado en mi escuela de Puerto Real que eran la encarnación del Demonio y causantes de todas las desgracias de España. Lo hicieron todos juntitos. Parecía como si quisieran darse calor o protegerse mutuamente de algún ataque inesperado. La marcha, lenta, muy lenta, bajando las escaleras para no caerse la encabezaban dos personas muy mayores: Dolores Ibárruri, ‘La Pasionaria’, de 82 años y Rafael Alberti de 75. Detrás de ellos seguían Santiago Carrillo famoso Secretario General y cabeza visible del comunismo español. Y junto a ellos Ignacio Gallego, diputado por Córdoba, que fue miembro del Comité Central del PC; y Antonio Gutiérrez Díaz, máximo dirigente del PSUC de Cataluña junto a José Solé Barberá, diputado por Tarragona. Ambos fueron grandes amigos míos y a ellos me referiré con detenimiento en otra ocasión. Y así, siempre juntos y apretaditos, les siguieron Jordi Solé Tura a quien más tarde Felipe González nombraría Ministro de Cultura, y Simón Sánchez Montero, miembro del Comité Central del PC, dirigente del Partido Comunista en el interior y que estuvo encarcelado en las prisiones franquistas muchos años de su vida. Y así hasta los 20 diputados que lograron en aquellas históricas elecciones.

He estado rebuscando entre los testimonios fotográficos de aquella primera sesión en democracia del Parlamento español y es curioso ver las caras de los nuevos diputados, sentados ya en sus escaños, mirando el parsimonioso desfile de los diputados Comunistas. Algunas de las expresiones inmortalizadas por el fotógrafo son de película de terror. Si alguien dudó de que las cosas habían empezado a cambiar en España, esta secuencia de nuestra historia es la prueba más contundente de su realidad.

Han pasado cuarenta años desde aquella mítica sesión y aún me parece estar viendo el entusiasmo con que casi todos aplaudimos el discurso del Rey. Y lo hacíamos convencidos de que el fortalecimiento de la Corona en aquellos trascendentales momentos era la única garantía de que no volveríamos a las andadas. Las palabras del joven monarca caían sobre nosotros como una lluvia fina que auguraba una transición posible y casi milagrosa.

“(…) este solemne acto de hoy tiene una significación histórica muy concreta: el reconocimiento de la soberanía del pueblo español.  El camino recorrido hasta el día de hoy no ha sido ni fácil ni sencillo.  Pero ha resultado posible por la sensata madurez del pueblo español, por sus deseos de armonía, por el realismo y la capacidad de evolución de los líderes que hoy están sentados en este Pleno”.

Allí estábamos gente de muy distinto pelaje. Franquistas de toda la vida, republicanos para quienes la monarquía no era otra cosa más que la prolongación del difunto dictador que dijo haberlo dejado todo “atado y bien atado”, nacionalistas moderados -entonces Jordi Pujol lo era- y otros que acechaban el momento para declarar la independencia de sus territorios. Y para que no faltara de nada y fuésemos originales del todo, a esa legislatura que debía redactar una Constitución tan solo le faltaba un gitano. Y lo tuvo, porque ese fui yo.

Mi palabra de gitano. Recuerdos de la Transición (I)

Juan de Dios Ramírez-Heredia en 1977
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Aquella tarde del 23 de febrero de 1981 transcurría lentamente mientras los Diputados del Congreso asistíamos al final de una jornada parlamentaria triste y comprometida porque nuestra jovencísima democracia estaba cogida con alfileres. Participábamos en la votación de un nuevo presidente del gobierno, don Leopoldo Calvo Sotelo, que no había sido elegido por el pueblo español para desempeñar ese puesto y que se encontraba en ese trance porque don Adolfo Suárez, sin duda la figura más fulgurante de la transición española, había presentado al Rey su dimisión. En mi pensamiento resonaban, martilleando mis recuerdos, las palabras proféticas del presidente acosado, cuando dramáticamente se dirigió a todos los españoles por la única TV existente en el país para decirnos: “Me voy porque no quiero que la democracia sea, una vez más, un paréntesis en la Historia de España”. Y en ese momento sonó un disparo.

Me sobrecogí. El secretario de la Cámara acababa de pronunciar el nombre del diputado por Huelva, Manuel Nuñez Encabo a quien el “no” se le congeló a flor de labios. A mi derecha mi compañero, diputado, José Antonio Amate, líder de la UGT almeriense. Y a mí izquierda el Dr. Marcelo Palacios, primera autoridad mundial en el campo de la bioética y diputado por Asturias. Ambos expresaban en su semblante la sorpresa y el temor por la imagen sobrecogedora que suponía ver a un guardia civil subido en el altar de la palabra con la pistola humeante entre las manos. No habían pasado ni veinte segundos cuando se rasgaron los velos del templo bajo el mandato imperativo del guardia golpista, que adornó con las ráfagas de metralleta de sus secuaces el mandato más humillante que pudiera recibir un representante del pueblo:

– ¡Todo el mundo al suelo!

Y al suelo me tiré, sobrecogido, no sin antes arrancarme violentamente un precioso pañuelo de lunares blancos sobre fondo negro que llevaba anudado al cuello y esconderlo veloz bajo mi escaño. ¡Claro, yo tenía miedo doble! Uno por ser de izquierda y otro por ser gitano. Los que acababan de asaltar el Congreso no se habían distinguido hasta entonces por ser, llamémosle, “nuestros amigos”. Y tirado en el suelo, temblando, mientras oía el tableteo de alguna metralleta, esperaba el momento en que sentiría entrar por mi espalda alguna de las balas perdidas que acabaría con mi vida. Gracias a Dios no fue así y las balas, milagrosamente, quedaron incrustadas en el techo del hemiciclo y en las salidas del aire acondicionado que, eso sí, estaban a menos de un metro de las cabezas de los diputados de las filas más altas.

Dieciocho horas estuvimos secuestrados. Dieciocho horas en que vi, oí y fui testigo de tantos movimientos que su solo recuerdo me sigue sobrecogiendo. Dieciocho horas para pensar en mis hijos que eran muy pequeños y a los que, a lo mejor, ¡sabe Dios cuanto tiempo tardaría en volverlos a ver!

Pero hoy, en el 40 aniversario de las primeras elecciones democráticas, aquellas que permitieron que por primera vez en la historia un gitano pudiera ostentar el más alto honor en democracia al que pudiera aspirar un ciudadano libre, quiero dedicar mi recuerdo a mi primer día, ese primer día, esa primera vez en que las personas perdemos la inocencia o damos el paso para adentrarnos en un mundo desconocido que intuíamos lleno de esperanzas y de peligros. Fue el día en que por primera vez pisé el Congreso de los Diputados.

Sin duda fui uno de los diputados más jóvenes de la Cámara, pero no por eso menos conocido por una parte considerable de la población española. A la sazón ya había publicado dos libros que alcanzaron una gran difusión y, sobre todo, había conseguido formar parte de la plantilla de RTVE a la que he pertenecido hasta mi jubilación. Mi programa de radio “Crónica Flamenca”, que se emitía diariamente desde Radio Nacional de España en Barcelona, contaba con decenas de miles de fieles oyentes que abarrotaban teatros o llenaban palacios de deportes atraídos por el embrujo que siempre ha tenido la radio.

“Llibertat, Amnistia, Estatut d’Autonomia”

Como tantos otros jóvenes antifranquistas, militante activo por la recuperación de las libertades perdidas durante la dictadura, corrí en más de una ocasión por la Plaza de Cataluña y sus aledaños teniendo muy cerca de mis espaldas las porras de “los grises” -así conocíamos a los miembros de la Policía Nacional, por el color de sus uniformes- que bien pertrechados de bombas de humo y a veces con cañones de agua nos dispersaban con verdadera eficacia. Al grito de “Llibertat, Amnistia y Estatut d’Autonomia” reivindicábamos todos los valores que definen a una sociedad libre y democrática. El mítico Estatut de Núria, aprobado en Madrid en el primer bienio de la Segunda República española, y derogado por Franco el 5 de abril de 1938, nada más ocupar Lérida, era la principal reivindicación de quienes sintiéndonos españoles y andaluces -ese era mi caso- queríamos que Cataluña gozara de las mejores herramientas para ejercer su autogobierno.

Por todo eso, aquella primera vez que me acerqué al edificio del Congreso de los Diputados, donde nunca había entrado antes, supuso para mí la encarnación a una nueva vida. En 1977 no existía la ampliación moderna del edificio que ocupa una parte de la Carrera de San Jerónimo hasta la confluencia de Cedaceros con Zorrilla. Y todos los diputados debíamos entrar por una puerta lateral situada en la calle Fernanflor que es una vía estrecha por la que puede circular un solo coche. Más tarde, tras la ampliación del edificio, los diputados entrábamos directamente por la Carrera de San Jerónimo que tiene una acera anchísima y donde la policía goza de espacio suficiente para proteger la integridad física de Sus Señorías. En 1977 no era así. La gente se agolpaba a lo largo del trozo de la calle Fernanflor por la que debíamos circular, a pie, quienes teníamos el honor inmenso de representarles. Y se acercaban a nosotros para tocarnos, para aplaudirnos -bueno, no a todos-. Parecía que querían comprobar que éramos de carne y hueso, como ellos. Los más atrevidos nos daban la mano y hasta nos abrazaban. Y las mujeres, ¡Señor que tiempos de gloria y embeleso! hasta nos daban besos -aquí creo que también he de decir que no a todos-. Y esto se repitió durante días y días a lo largo de muchos meses hasta que la situación se fue normalizando.

Pero volvamos a mi primer día. Inicié el camino a pie acompañado del gran periodista que fue Carlos Sentís, líder de la UCD por Barcelona y por mi entrañable amigo el comandante del ejército, Julio Busquets Bragulat, socialista, fundador de la represaliada UMD y profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona con quien colaboré estrechamente. Aquel día la angosta calle Fernanflor era un hervidero de gente y algunas personas me reconocieron enseguida. Cosa que seguramente sería por la brillante camisa de seda roja que llevaba y por el pañuelo floreado que a guisa de corbata me anudaba al cuello sujeto por un anillo de plata. Sin olvidar que por aquel entonces lucía una melena de pelo negro como la endrina que me llegaba hasta los hombros. Ya estábamos cerca de la pequeña puerta cuando alguien medio gritó:

– ¡Es el Diputado gitano, es el diputado gitano! ¡Felicidades! ¡Bien! ¡Mucha suerte!

Se formó un pequeño revuelo que alertó a uno de los policías que custodiaban la puerta de entrada, lo que hizo que “el gris” se fijara en mí con una mirada penetrante. Y me asustó. Tanto que no supe interpretar su gesto. Ya estábamos a punto de franquear la puerta cuando el policía, sin apartar ni un instante su mirada sobre la mía, se envaró rígidamente y dando un sonoro taconazo se llevó la palma de la mano extendida hasta el borde de la visera de su gorra y me dijo con voz firme y autoritaria:

– ¡A sus órdenes, señor diputado!

Confieso que en aquel instante hice un ridículo tan espantoso que, después de 40 años, no lo he podido olvidar. Yo no estaba acostumbrado a que nadie me saludara militarmente. En realidad, nadie lo había hecho nunca, antes al contrario. Por esa razón, cuando el bueno y respetuoso “gris” se llevó enérgicamente la mano a la gorra yo pensé instintivamente que al bajarla lo que haría sería soltarme un golpe sobre la cabeza. Y sin pensarlo, instintivamente, di un pequeño salto a la izquierda para esquivar el golpe empujando contra el quicio de la puerta al bueno del comandante Busquets. El incidente terminó con buen tono. El pobre policía apesadumbrado por la falsa interpretación que hice de su gesto y yo avergonzado, como un vulgar cateto, por no haber asimilado todavía que siendo diputado ostentaba el título más preciado que ningún ciudadano en democracia puede poseer: ser representante del pueblo en cuyo nombre actúas.

Y entré en la Cámara. Y conmigo lo hicieron todos los gitanos y las gitanas de España. Pero lo que vi y lo que experimenté cuando por primera vez me senté en mi escaño, lo contaré otro día.

Mi palabra de gitano. Recuerdos de la Transición (I)

Juan de Dios Ramírez-Heredia en 1977
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Aquella tarde del 23 de febrero de 1981 transcurría lentamente mientras los Diputados del Congreso asistíamos al final de una jornada parlamentaria triste y comprometida porque nuestra jovencísima democracia estaba cogida con alfileres. Participábamos en la votación de un nuevo presidente del gobierno, don Leopoldo Calvo Sotelo, que no había sido elegido por el pueblo español para desempeñar ese puesto y que se encontraba en ese trance porque don Adolfo Suárez, sin duda la figura más fulgurante de la transición española, había presentado al Rey su dimisión. En mi pensamiento resonaban, martilleando mis recuerdos, las palabras proféticas del presidente acosado, cuando dramáticamente se dirigió a todos los españoles por la única TV existente en el país para decirnos: “Me voy porque no quiero que la democracia sea, una vez más, un paréntesis en la Historia de España”. Y en ese momento sonó un disparo.

Me sobrecogí. El secretario de la Cámara acababa de pronunciar el nombre del diputado por Huelva, Manuel Nuñez Encabo a quien el “no” se le congeló a flor de labios. A mi derecha mi compañero, diputado, José Antonio Amate, líder de la UGT almeriense. Y a mí izquierda el Dr. Marcelo Palacios, primera autoridad mundial en el campo de la bioética y diputado por Asturias. Ambos expresaban en su semblante la sorpresa y el temor por la imagen sobrecogedora que suponía ver a un guardia civil subido en el altar de la palabra con la pistola humeante entre las manos. No habían pasado ni veinte segundos cuando se rasgaron los velos del templo bajo el mandato imperativo del guardia golpista, que adornó con las ráfagas de metralleta de sus secuaces el mandato más humillante que pudiera recibir un representante del pueblo:

– ¡Todo el mundo al suelo!

Y al suelo me tiré, sobrecogido, no sin antes arrancarme violentamente un precioso pañuelo de lunares blancos sobre fondo negro que llevaba anudado al cuello y esconderlo veloz bajo mi escaño. ¡Claro, yo tenía miedo doble! Uno por ser de izquierda y otro por ser gitano. Los que acababan de asaltar el Congreso no se habían distinguido hasta entonces por ser, llamémosle, “nuestros amigos”. Y tirado en el suelo, temblando, mientras oía el tableteo de alguna metralleta, esperaba el momento en que sentiría entrar por mi espalda alguna de las balas perdidas que acabaría con mi vida. Gracias a Dios no fue así y las balas, milagrosamente, quedaron incrustadas en el techo del hemiciclo y en las salidas del aire acondicionado que, eso sí, estaban a menos de un metro de las cabezas de los diputados de las filas más altas.

Dieciocho horas estuvimos secuestrados. Dieciocho horas en que vi, oí y fui testigo de tantos movimientos que su solo recuerdo me sigue sobrecogiendo. Dieciocho horas para pensar en mis hijos que eran muy pequeños y a los que, a lo mejor, ¡sabe Dios cuanto tiempo tardaría en volverlos a ver!

Pero hoy, en el 40 aniversario de las primeras elecciones democráticas, aquellas que permitieron que por primera vez en la historia un gitano pudiera ostentar el más alto honor en democracia al que pudiera aspirar un ciudadano libre, quiero dedicar mi recuerdo a mi primer día, ese primer día, esa primera vez en que las personas perdemos la inocencia o damos el paso para adentrarnos en un mundo desconocido que intuíamos lleno de esperanzas y de peligros. Fue el día en que por primera vez pisé el Congreso de los Diputados.

Sin duda fui uno de los diputados más jóvenes de la Cámara, pero no por eso menos conocido por una parte considerable de la población española. A la sazón ya había publicado dos libros que alcanzaron una gran difusión y, sobre todo, había conseguido formar parte de la plantilla de RTVE a la que he pertenecido hasta mi jubilación. Mi programa de radio “Crónica Flamenca”, que se emitía diariamente desde Radio Nacional de España en Barcelona, contaba con decenas de miles de fieles oyentes que abarrotaban teatros o llenaban palacios de deportes atraídos por el embrujo que siempre ha tenido la radio.

“Llibertat, Amnistia, Estatut d’Autonomia”

Como tantos otros jóvenes antifranquistas, militante activo por la recuperación de las libertades perdidas durante la dictadura, corrí en más de una ocasión por la Plaza de Cataluña y sus aledaños teniendo muy cerca de mis espaldas las porras de “los grises” -así conocíamos a los miembros de la Policía Nacional, por el color de sus uniformes- que bien pertrechados de bombas de humo y a veces con cañones de agua nos dispersaban con verdadera eficacia. Al grito de “Llibertat, Amnistia y Estatut d’Autonomia” reivindicábamos todos los valores que definen a una sociedad libre y democrática. El mítico Estatut de Núria, aprobado en Madrid en el primer bienio de la Segunda República española, y derogado por Franco el 5 de abril de 1938, nada más ocupar Lérida, era la principal reivindicación de quienes sintiéndonos españoles y andaluces -ese era mi caso- queríamos que Cataluña gozara de las mejores herramientas para ejercer su autogobierno.

Por todo eso, aquella primera vez que me acerqué al edificio del Congreso de los Diputados, donde nunca había entrado antes, supuso para mí la encarnación a una nueva vida. En 1977 no existía la ampliación moderna del edificio que ocupa una parte de la Carrera de San Jerónimo hasta la confluencia de Cedaceros con Zorrilla. Y todos los diputados debíamos entrar por una puerta lateral situada en la calle Fernanflor que es una vía estrecha por la que puede circular un solo coche. Más tarde, tras la ampliación del edificio, los diputados entrábamos directamente por la Carrera de San Jerónimo que tiene una acera anchísima y donde la policía goza de espacio suficiente para proteger la integridad física de Sus Señorías. En 1977 no era así. La gente se agolpaba a lo largo del trozo de la calle Fernanflor por la que debíamos circular, a pie, quienes teníamos el honor inmenso de representarles. Y se acercaban a nosotros para tocarnos, para aplaudirnos -bueno, no a todos-. Parecía que querían comprobar que éramos de carne y hueso, como ellos. Los más atrevidos nos daban la mano y hasta nos abrazaban. Y las mujeres, ¡Señor que tiempos de gloria y embeleso! hasta nos daban besos -aquí creo que también he de decir que no a todos-. Y esto se repitió durante días y días a lo largo de muchos meses hasta que la situación se fue normalizando.

Pero volvamos a mi primer día. Inicié el camino a pie acompañado del gran periodista que fue Carlos Sentís, líder de la UCD por Barcelona y por mi entrañable amigo el comandante del ejército, Julio Busquets Bragulat, socialista, fundador de la represaliada UMD y profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona con quien colaboré estrechamente. Aquel día la angosta calle Fernanflor era un hervidero de gente y algunas personas me reconocieron enseguida. Cosa que seguramente sería por la brillante camisa de seda roja que llevaba y por el pañuelo floreado que a guisa de corbata me anudaba al cuello sujeto por un anillo de plata. Sin olvidar que por aquel entonces lucía una melena de pelo negro como la endrina que me llegaba hasta los hombros. Ya estábamos cerca de la pequeña puerta cuando alguien medio gritó:

– ¡Es el Diputado gitano, es el diputado gitano! ¡Felicidades! ¡Bien! ¡Mucha suerte!

Se formó un pequeño revuelo que alertó a uno de los policías que custodiaban la puerta de entrada, lo que hizo que “el gris” se fijara en mí con una mirada penetrante. Y me asustó. Tanto que no supe interpretar su gesto. Ya estábamos a punto de franquear la puerta cuando el policía, sin apartar ni un instante su mirada sobre la mía, se envaró rígidamente y dando un sonoro taconazo se llevó la palma de la mano extendida hasta el borde de la visera de su gorra y me dijo con voz firme y autoritaria:

– ¡A sus órdenes, señor diputado!

Confieso que en aquel instante hice un ridículo tan espantoso que, después de 40 años, no lo he podido olvidar. Yo no estaba acostumbrado a que nadie me saludara militarmente. En realidad, nadie lo había hecho nunca, antes al contrario. Por esa razón, cuando el bueno y respetuoso “gris” se llevó enérgicamente la mano a la gorra yo pensé instintivamente que al bajarla lo que haría sería soltarme un golpe sobre la cabeza. Y sin pensarlo, instintivamente, di un pequeño salto a la izquierda para esquivar el golpe empujando contra el quicio de la puerta al bueno del comandante Busquets. El incidente terminó con buen tono. El pobre policía apesadumbrado por la falsa interpretación que hice de su gesto y yo avergonzado, como un vulgar cateto, por no haber asimilado todavía que siendo diputado ostentaba el título más preciado que ningún ciudadano en democracia puede poseer: ser representante del pueblo en cuyo nombre actúas.

Y entré en la Cámara. Y conmigo lo hicieron todos los gitanos y las gitanas de España. Pero lo que vi y lo que experimenté cuando por primera vez me senté en mi escaño, lo contaré otro día.

Mi palabra de gitano. Recuerdos de la Transición (I)

Juan de Dios Ramírez-Heredia en 1977
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Aquella tarde del 23 de febrero de 1981 transcurría lentamente mientras los Diputados del Congreso asistíamos al final de una jornada parlamentaria triste y comprometida porque nuestra jovencísima democracia estaba cogida con alfileres. Participábamos en la votación de un nuevo presidente del gobierno, don Leopoldo Calvo Sotelo, que no había sido elegido por el pueblo español para desempeñar ese puesto y que se encontraba en ese trance porque don Adolfo Suárez, sin duda la figura más fulgurante de la transición española, había presentado al Rey su dimisión. En mi pensamiento resonaban, martilleando mis recuerdos, las palabras proféticas del presidente acosado, cuando dramáticamente se dirigió a todos los españoles por la única TV existente en el país para decirnos: “Me voy porque no quiero que la democracia sea, una vez más, un paréntesis en la Historia de España”. Y en ese momento sonó un disparo.

Me sobrecogí. El secretario de la Cámara acababa de pronunciar el nombre del diputado por Huelva, Manuel Nuñez Encabo a quien el “no” se le congeló a flor de labios. A mi derecha mi compañero, diputado, José Antonio Amate, líder de la UGT almeriense. Y a mí izquierda el Dr. Marcelo Palacios, primera autoridad mundial en el campo de la bioética y diputado por Asturias. Ambos expresaban en su semblante la sorpresa y el temor por la imagen sobrecogedora que suponía ver a un guardia civil subido en el altar de la palabra con la pistola humeante entre las manos. No habían pasado ni veinte segundos cuando se rasgaron los velos del templo bajo el mandato imperativo del guardia golpista, que adornó con las ráfagas de metralleta de sus secuaces el mandato más humillante que pudiera recibir un representante del pueblo:

– ¡Todo el mundo al suelo!

Y al suelo me tiré, sobrecogido, no sin antes arrancarme violentamente un precioso pañuelo de lunares blancos sobre fondo negro que llevaba anudado al cuello y esconderlo veloz bajo mi escaño. ¡Claro, yo tenía miedo doble! Uno por ser de izquierda y otro por ser gitano. Los que acababan de asaltar el Congreso no se habían distinguido hasta entonces por ser, llamémosle, “nuestros amigos”. Y tirado en el suelo, temblando, mientras oía el tableteo de alguna metralleta, esperaba el momento en que sentiría entrar por mi espalda alguna de las balas perdidas que acabaría con mi vida. Gracias a Dios no fue así y las balas, milagrosamente, quedaron incrustadas en el techo del hemiciclo y en las salidas del aire acondicionado que, eso sí, estaban a menos de un metro de las cabezas de los diputados de las filas más altas.

Dieciocho horas estuvimos secuestrados. Dieciocho horas en que vi, oí y fui testigo de tantos movimientos que su solo recuerdo me sigue sobrecogiendo. Dieciocho horas para pensar en mis hijos que eran muy pequeños y a los que, a lo mejor, ¡sabe Dios cuanto tiempo tardaría en volverlos a ver!

Pero hoy, en el 40 aniversario de las primeras elecciones democráticas, aquellas que permitieron que por primera vez en la historia un gitano pudiera ostentar el más alto honor en democracia al que pudiera aspirar un ciudadano libre, quiero dedicar mi recuerdo a mi primer día, ese primer día, esa primera vez en que las personas perdemos la inocencia o damos el paso para adentrarnos en un mundo desconocido que intuíamos lleno de esperanzas y de peligros. Fue el día en que por primera vez pisé el Congreso de los Diputados.

Sin duda fui uno de los diputados más jóvenes de la Cámara, pero no por eso menos conocido por una parte considerable de la población española. A la sazón ya había publicado dos libros que alcanzaron una gran difusión y, sobre todo, había conseguido formar parte de la plantilla de RTVE a la que he pertenecido hasta mi jubilación. Mi programa de radio “Crónica Flamenca”, que se emitía diariamente desde Radio Nacional de España en Barcelona, contaba con decenas de miles de fieles oyentes que abarrotaban teatros o llenaban palacios de deportes atraídos por el embrujo que siempre ha tenido la radio.

“Llibertat, Amnistia, Estatut d’Autonomia”

Como tantos otros jóvenes antifranquistas, militante activo por la recuperación de las libertades perdidas durante la dictadura, corrí en más de una ocasión por la Plaza de Cataluña y sus aledaños teniendo muy cerca de mis espaldas las porras de “los grises” -así conocíamos a los miembros de la Policía Nacional, por el color de sus uniformes- que bien pertrechados de bombas de humo y a veces con cañones de agua nos dispersaban con verdadera eficacia. Al grito de “Llibertat, Amnistia y Estatut d’Autonomia” reivindicábamos todos los valores que definen a una sociedad libre y democrática. El mítico Estatut de Núria, aprobado en Madrid en el primer bienio de la Segunda República española, y derogado por Franco el 5 de abril de 1938, nada más ocupar Lérida, era la principal reivindicación de quienes sintiéndonos españoles y andaluces -ese era mi caso- queríamos que Cataluña gozara de las mejores herramientas para ejercer su autogobierno.

Por todo eso, aquella primera vez que me acerqué al edificio del Congreso de los Diputados, donde nunca había entrado antes, supuso para mí la encarnación a una nueva vida. En 1977 no existía la ampliación moderna del edificio que ocupa una parte de la Carrera de San Jerónimo hasta la confluencia de Cedaceros con Zorrilla. Y todos los diputados debíamos entrar por una puerta lateral situada en la calle Fernanflor que es una vía estrecha por la que puede circular un solo coche. Más tarde, tras la ampliación del edificio, los diputados entrábamos directamente por la Carrera de San Jerónimo que tiene una acera anchísima y donde la policía goza de espacio suficiente para proteger la integridad física de Sus Señorías. En 1977 no era así. La gente se agolpaba a lo largo del trozo de la calle Fernanflor por la que debíamos circular, a pie, quienes teníamos el honor inmenso de representarles. Y se acercaban a nosotros para tocarnos, para aplaudirnos -bueno, no a todos-. Parecía que querían comprobar que éramos de carne y hueso, como ellos. Los más atrevidos nos daban la mano y hasta nos abrazaban. Y las mujeres, ¡Señor que tiempos de gloria y embeleso! hasta nos daban besos -aquí creo que también he de decir que no a todos-. Y esto se repitió durante días y días a lo largo de muchos meses hasta que la situación se fue normalizando.

Pero volvamos a mi primer día. Inicié el camino a pie acompañado del gran periodista que fue Carlos Sentís, líder de la UCD por Barcelona y por mi entrañable amigo el comandante del ejército, Julio Busquets Bragulat, socialista, fundador de la represaliada UMD y profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona con quien colaboré estrechamente. Aquel día la angosta calle Fernanflor era un hervidero de gente y algunas personas me reconocieron enseguida. Cosa que seguramente sería por la brillante camisa de seda roja que llevaba y por el pañuelo floreado que a guisa de corbata me anudaba al cuello sujeto por un anillo de plata. Sin olvidar que por aquel entonces lucía una melena de pelo negro como la endrina que me llegaba hasta los hombros. Ya estábamos cerca de la pequeña puerta cuando alguien medio gritó:

– ¡Es el Diputado gitano, es el diputado gitano! ¡Felicidades! ¡Bien! ¡Mucha suerte!

Se formó un pequeño revuelo que alertó a uno de los policías que custodiaban la puerta de entrada, lo que hizo que “el gris” se fijara en mí con una mirada penetrante. Y me asustó. Tanto que no supe interpretar su gesto. Ya estábamos a punto de franquear la puerta cuando el policía, sin apartar ni un instante su mirada sobre la mía, se envaró rígidamente y dando un sonoro taconazo se llevó la palma de la mano extendida hasta el borde de la visera de su gorra y me dijo con voz firme y autoritaria:

– ¡A sus órdenes, señor diputado!

Confieso que en aquel instante hice un ridículo tan espantoso que, después de 40 años, no lo he podido olvidar. Yo no estaba acostumbrado a que nadie me saludara militarmente. En realidad, nadie lo había hecho nunca, antes al contrario. Por esa razón, cuando el bueno y respetuoso “gris” se llevó enérgicamente la mano a la gorra yo pensé instintivamente que al bajarla lo que haría sería soltarme un golpe sobre la cabeza. Y sin pensarlo, instintivamente, di un pequeño salto a la izquierda para esquivar el golpe empujando contra el quicio de la puerta al bueno del comandante Busquets. El incidente terminó con buen tono. El pobre policía apesadumbrado por la falsa interpretación que hice de su gesto y yo avergonzado, como un vulgar cateto, por no haber asimilado todavía que siendo diputado ostentaba el título más preciado que ningún ciudadano en democracia puede poseer: ser representante del pueblo en cuyo nombre actúas.

Y entré en la Cámara. Y conmigo lo hicieron todos los gitanos y las gitanas de España. Pero lo que vi y lo que experimenté cuando por primera vez me senté en mi escaño, lo contaré otro día.

Sr. Montoro, ahora sí, váyase

MADRID, SPAIN - MARCH 30: Spain's Minister of Treasury and Civil Services Cristobal Montoro Romero unviels Spain's budget for 2012, during a press conference at the Moncloa Palace on March 30, 2012 in Madrid, Spain. The budget for 2012, which comes in the wake of a 24-hour general strike, includes over 27 bn euros in savings. (Photo by Pablo Blazquez Dominguez/Getty Images)
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Y hágalo, sobre todo, por el bien de su partido. Demasiados chuzos de punta están cayendo sobre las cabezas del Gobierno de don Mariano Rajoy como para que usted se aferre a su poltrona ajeno a lo que sucede a su alrededor. Y le explicaré, esta vez públicamente, por qué debe irse. Pero, ante todo, quiero dejar bien claro, que no se lo pido por el varapalo que le acaba de dar el Tribunal Constitucional a propósito de la amnistía fiscal que usted decretó en marzo del año 2012. Es muy fuerte lo que le dicen, por unanimidad, los magistrados. Y como usted es una persona inteligente entenderá que su permanencia en el Gobierno es sumamente perjudicial para mitigar el fuego cruzado al que está siendo sometido el Partido Popular desde tantos frentes. Usted se va, le evita al Sr. Presidente del Gobierno el trance de tener que echarlo, y todos contentos: los miembros de su partido porque se quitan a un muerto de encima, la oposición, toda la oposición, Sr. Montoro, porque usted se ha convertido en piedra de escándalo alimentando con su política y con sus gestos la antipatía de todo el mundo, pero sobre todo, fíjese bien en lo que le digo, quienes más lo celebraríamos seriamos las ONG de España, y yo el primero, porque la política que usted ha auspiciado -o que usted ha consentido- solo nos ha causado desazón, angustia y la feroz persecución de sus  cancerberos al frente de las Delegaciones de Hacienda en los Ministerios, obligados a cumplir  unas directrices que usted y sus Secretarios de Estado han ideado para hacernos la vida imposible.

Muy fuerte lo que estoy diciendo, ¿verdad? Podría desarrollar aquí un largo rosario de agravios. Tantos que, al final, muchas ONG españolas hemos llegado a sentirnos acomplejados como si fuésemos delincuentes. Su Ministerio nos somete a un control del gasto tan absoluto como injusto. Ya lo sé. Con un discurso basado en ese principio la demagogia la tienen los populistas al alcance de la mano. Pero las cosas son como son y no como algunos quisieran que fuera.

Algunos ejemplos determinantes

Primero: Es verdad que “las palabras convencen, pero los ejemplos arrastran”. Por eso, frente a la fuerza de los argumentos, frente a la controversia a la que tan dados somos los políticos o los juristas, sirvan estos ejemplos tan puntuales como increíbles.

Sevilla: Hemos desarrollado un curso de formación profesional para una veintena de jóvenes en riesgo de exclusión. El programa fue un verdadero éxito reconocido por los responsables del Ministerio de Servicios Sociales, pero los agentes del Ministerio de Hacienda no opinaron lo mismo y nos hicieron devolver el importe de los billetes de autobús que entregamos a los jóvenes alumnos durante todo un año. Mucho dinero.

¿Por qué? Agárrense a la silla. A los muchachos se les entregaba cada siete días un billete de autobús de una semana de duración. Su precio era mucho más barato que entregarles cada día un billete de ida y vuelta. Los empleados del Sr. Ministro de Hacienda dijeron que había que entregar a cada alumno un billete individual cada día. Les dijimos que eso era una barbaridad. Que era un derroche innecesario. Que el billete semanal costaba menos de la mitad. ¡Ah!, dijo el funcionario, lo que ocurre es que el Ministerio autoriza la entrega de un billete para los días que se celebra el curso, es decir, de lunes a viernes. Y con este billete semanal los muchachos pueden utilizarlo el sábado y el domingo, y eso no está autorizado. Así que da igual que el precio sea más caro.

Segundo: Celebrábamos un programa de lucha contra el analfabetismo en Lugo. Pero transcurridos los primeros meses hubo un desencuentro entre algunos monitores del centro y los propios alumnos. Los responsables de nuestra asociación en Galicia me llamaron para que intentara resolver el conflicto. Y así lo hice. Cogí el avión en Barcelona hasta Santiago donde me esperaban algunos responsables para llevarme en coche hasta la capital. Estuve un día y medio y entre todos logramos reconducir el conflicto. Pero meses más tarde la cosa volvió a enrarecerse. Me volvieron a llamar, pero esta vez yo no pude ir y le encargué al Secretario General de la Unión Romani que vive en Sevilla que se desplazara a Lugo y pusiera paz y concordia para no comprometer el éxito del programa. Y fue un éxito. Costó esfuerzo, pero logramos alcanzar la meta que nos habíamos propuesto.

Pero he aquí que cuatro años más tarde nos reclaman la devolución del importe del billete de avión mío y el del Secretario General sevillano. Y los 35 euros que costó el hotel donde dormimos una noche, además de los 30 eurillos que en concepto de “dieta de mantenimiento” se nos entregó para que cubriésemos el gasto del desayuno, la comida del medio día y la cena. ¡Una pasta, sí señor!

Protestamos y el representante de Hacienda nos dijo que la única posibilidad que había para aceptar aquellos justificantes de pago era comprobar que tanto yo como el compañero de Sevilla fuéramos voluntarios del programa. ¡Perfecto! Dijimos. Ninguno de los dos cobramos ni un céntimo por el trabajo que hacemos. Y no es que seamos voluntarios, somos super voluntarios por el cargo y la responsabilidad que ostentamos. Respuesta:

-Sin duda, yo no tengo la menor duda de vuestra condición de voluntarios, pero vuestro nombre no aparece en la lista de voluntarios de la Unión Romani, así que a devolver el dinero.

Tercero: Este es un ejemplo sangrante: FRANCISCO SANTIAGO MAYA es un gitano granadino, fundador de la Unión Romani. Un hombre íntegro, honrado y fiel exponente de lo que es el espíritu y la doctrina de nuestra organización. Francisco, con sacrificio logró hace años el título oficial de educador social y desarrollaba su trabajo en Barcelona en el ámbito de su especialidad. Y al mismo tiempo era el tesorero de la organización. Pues bien, el Ministerio dice que hemos de devolver todo su salario completo de los doce meses del año 2014 porque Paco era miembro de la Junta Directiva y los miembros de la Junta Directiva no pueden cobrar. ¡Pero, oiga!, dijimos. Paco no cobraba por ser de la Junta Directiva, sino por el trabajo social que realiza desde hace más de 15 años entre los gitanos barceloneses. Da igual, el alma de acero de algunos de los subordinados del Sr. Montoro no entiende de estas sutilezas. ¡Válgame Dios! ¿De dónde sacaremos ahora el dinero que honrada y legítimamente cobró ‘El Brillantina’? ¡¡¡Imposible!!!

Cuarto: Las ocurrencias de los Secretarios de Estado del Sr. Montoro pueden llegar a ser misterios insondables. Fíjense en esta barbaridad. Yo vivo en Barcelona y debo viajar a Madrid con frecuencia por razones obvias. El señor de Hacienda que representa al Sr. Montoro en el Ministerio solo autoriza el pago de tu billete de transporte si vas a Madrid desde la ciudad en que vives, en este caso, Barcelona. Y si un día, víspera de una reunión en Madrid convocada por el propio ministerio, estás en otro lugar de España, no te autorizan el billete. Siempre ha de ser desde el sitio donde vives. Me ha ocurrido ya varias veces. Un día terminé de dar una conferencia en la Universidad de Málaga. Un billete desde Málaga a Madrid cuesta menos que uno desde Barcelona a Madrid. Me dijeron que ni hablar. Que viajara primero desde Málaga a Barcelona y luego que comprara otro billete desde Barcelona a Madrid. Les ruego que me crean. Y no lo juro porque soy gitano y a los gitanos no nos gusta jurar.

Una pregunta al Presidente del Gobierno

Sr. Rajoy: El mejor ministro que ha tenido el PP encargado de los asuntos sociales ha sido Don Javier Arenas Bocanegra y posteriormente Don Juan Carlos Aparicio Pérez. Con ellos el llamado Tercer Sector de Acción Social experimentó un fuerte desarrollo y gozó del respeto y la consideración que sus trabajadores merecen. Y me atrevo a preguntarle: ¿Por qué ha permitido usted que ese inmenso capital lo haya dilapidado don Cristóbal Montoro y sus más directos colaboradores en el Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas?

Sr. Montoro, ahora sí, váyase

MADRID, SPAIN - MARCH 30: Spain's Minister of Treasury and Civil Services Cristobal Montoro Romero unviels Spain's budget for 2012, during a press conference at the Moncloa Palace on March 30, 2012 in Madrid, Spain. The budget for 2012, which comes in the wake of a 24-hour general strike, includes over 27 bn euros in savings. (Photo by Pablo Blazquez Dominguez/Getty Images)
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Y hágalo, sobre todo, por el bien de su partido. Demasiados chuzos de punta están cayendo sobre las cabezas del Gobierno de don Mariano Rajoy como para que usted se aferre a su poltrona ajeno a lo que sucede a su alrededor. Y le explicaré, esta vez públicamente, por qué debe irse. Pero, ante todo, quiero dejar bien claro, que no se lo pido por el varapalo que le acaba de dar el Tribunal Constitucional a propósito de la amnistía fiscal que usted decretó en marzo del año 2012. Es muy fuerte lo que le dicen, por unanimidad, los magistrados. Y como usted es una persona inteligente entenderá que su permanencia en el Gobierno es sumamente perjudicial para mitigar el fuego cruzado al que está siendo sometido el Partido Popular desde tantos frentes. Usted se va, le evita al Sr. Presidente del Gobierno el trance de tener que echarlo, y todos contentos: los miembros de su partido porque se quitan a un muerto de encima, la oposición, toda la oposición, Sr. Montoro, porque usted se ha convertido en piedra de escándalo alimentando con su política y con sus gestos la antipatía de todo el mundo, pero sobre todo, fíjese bien en lo que le digo, quienes más lo celebraríamos seriamos las ONG de España, y yo el primero, porque la política que usted ha auspiciado -o que usted ha consentido- solo nos ha causado desazón, angustia y la feroz persecución de sus  cancerberos al frente de las Delegaciones de Hacienda en los Ministerios, obligados a cumplir  unas directrices que usted y sus Secretarios de Estado han ideado para hacernos la vida imposible.

Muy fuerte lo que estoy diciendo, ¿verdad? Podría desarrollar aquí un largo rosario de agravios. Tantos que, al final, muchas ONG españolas hemos llegado a sentirnos acomplejados como si fuésemos delincuentes. Su Ministerio nos somete a un control del gasto tan absoluto como injusto. Ya lo sé. Con un discurso basado en ese principio la demagogia la tienen los populistas al alcance de la mano. Pero las cosas son como son y no como algunos quisieran que fuera.

Algunos ejemplos determinantes

Primero: Es verdad que “las palabras convencen, pero los ejemplos arrastran”. Por eso, frente a la fuerza de los argumentos, frente a la controversia a la que tan dados somos los políticos o los juristas, sirvan estos ejemplos tan puntuales como increíbles.

Sevilla: Hemos desarrollado un curso de formación profesional para una veintena de jóvenes en riesgo de exclusión. El programa fue un verdadero éxito reconocido por los responsables del Ministerio de Servicios Sociales, pero los agentes del Ministerio de Hacienda no opinaron lo mismo y nos hicieron devolver el importe de los billetes de autobús que entregamos a los jóvenes alumnos durante todo un año. Mucho dinero.

¿Por qué? Agárrense a la silla. A los muchachos se les entregaba cada siete días un billete de autobús de una semana de duración. Su precio era mucho más barato que entregarles cada día un billete de ida y vuelta. Los empleados del Sr. Ministro de Hacienda dijeron que había que entregar a cada alumno un billete individual cada día. Les dijimos que eso era una barbaridad. Que era un derroche innecesario. Que el billete semanal costaba menos de la mitad. ¡Ah!, dijo el funcionario, lo que ocurre es que el Ministerio autoriza la entrega de un billete para los días que se celebra el curso, es decir, de lunes a viernes. Y con este billete semanal los muchachos pueden utilizarlo el sábado y el domingo, y eso no está autorizado. Así que da igual que el precio sea más caro.

Segundo: Celebrábamos un programa de lucha contra el analfabetismo en Lugo. Pero transcurridos los primeros meses hubo un desencuentro entre algunos monitores del centro y los propios alumnos. Los responsables de nuestra asociación en Galicia me llamaron para que intentara resolver el conflicto. Y así lo hice. Cogí el avión en Barcelona hasta Santiago donde me esperaban algunos responsables para llevarme en coche hasta la capital. Estuve un día y medio y entre todos logramos reconducir el conflicto. Pero meses más tarde la cosa volvió a enrarecerse. Me volvieron a llamar, pero esta vez yo no pude ir y le encargué al Secretario General de la Unión Romani que vive en Sevilla que se desplazara a Lugo y pusiera paz y concordia para no comprometer el éxito del programa. Y fue un éxito. Costó esfuerzo, pero logramos alcanzar la meta que nos habíamos propuesto.

Pero he aquí que cuatro años más tarde nos reclaman la devolución del importe del billete de avión mío y el del Secretario General sevillano. Y los 35 euros que costó el hotel donde dormimos una noche, además de los 30 eurillos que en concepto de “dieta de mantenimiento” se nos entregó para que cubriésemos el gasto del desayuno, la comida del medio día y la cena. ¡Una pasta, sí señor!

Protestamos y el representante de Hacienda nos dijo que la única posibilidad que había para aceptar aquellos justificantes de pago era comprobar que tanto yo como el compañero de Sevilla fuéramos voluntarios del programa. ¡Perfecto! Dijimos. Ninguno de los dos cobramos ni un céntimo por el trabajo que hacemos. Y no es que seamos voluntarios, somos super voluntarios por el cargo y la responsabilidad que ostentamos. Respuesta:

-Sin duda, yo no tengo la menor duda de vuestra condición de voluntarios, pero vuestro nombre no aparece en la lista de voluntarios de la Unión Romani, así que a devolver el dinero.

Tercero: Este es un ejemplo sangrante: FRANCISCO SANTIAGO MAYA es un gitano granadino, fundador de la Unión Romani. Un hombre íntegro, honrado y fiel exponente de lo que es el espíritu y la doctrina de nuestra organización. Francisco, con sacrificio logró hace años el título oficial de educador social y desarrollaba su trabajo en Barcelona en el ámbito de su especialidad. Y al mismo tiempo era el tesorero de la organización. Pues bien, el Ministerio dice que hemos de devolver todo su salario completo de los doce meses del año 2014 porque Paco era miembro de la Junta Directiva y los miembros de la Junta Directiva no pueden cobrar. ¡Pero, oiga!, dijimos. Paco no cobraba por ser de la Junta Directiva, sino por el trabajo social que realiza desde hace más de 15 años entre los gitanos barceloneses. Da igual, el alma de acero de algunos de los subordinados del Sr. Montoro no entiende de estas sutilezas. ¡Válgame Dios! ¿De dónde sacaremos ahora el dinero que honrada y legítimamente cobró ‘El Brillantina’? ¡¡¡Imposible!!!

Cuarto: Las ocurrencias de los Secretarios de Estado del Sr. Montoro pueden llegar a ser misterios insondables. Fíjense en esta barbaridad. Yo vivo en Barcelona y debo viajar a Madrid con frecuencia por razones obvias. El señor de Hacienda que representa al Sr. Montoro en el Ministerio solo autoriza el pago de tu billete de transporte si vas a Madrid desde la ciudad en que vives, en este caso, Barcelona. Y si un día, víspera de una reunión en Madrid convocada por el propio ministerio, estás en otro lugar de España, no te autorizan el billete. Siempre ha de ser desde el sitio donde vives. Me ha ocurrido ya varias veces. Un día terminé de dar una conferencia en la Universidad de Málaga. Un billete desde Málaga a Madrid cuesta menos que uno desde Barcelona a Madrid. Me dijeron que ni hablar. Que viajara primero desde Málaga a Barcelona y luego que comprara otro billete desde Barcelona a Madrid. Les ruego que me crean. Y no lo juro porque soy gitano y a los gitanos no nos gusta jurar.

Una pregunta al Presidente del Gobierno

Sr. Rajoy: El mejor ministro que ha tenido el PP encargado de los asuntos sociales ha sido Don Javier Arenas Bocanegra y posteriormente Don Juan Carlos Aparicio Pérez. Con ellos el llamado Tercer Sector de Acción Social experimentó un fuerte desarrollo y gozó del respeto y la consideración que sus trabajadores merecen. Y me atrevo a preguntarle: ¿Por qué ha permitido usted que ese inmenso capital lo haya dilapidado don Cristóbal Montoro y sus más directos colaboradores en el Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas?

Sr. Montoro, ahora sí, váyase

Cristóbal Montoro, ministro de Hacienda / DigitalSevilla
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Y hágalo, sobre todo, por el bien de su partido. Demasiados chuzos de punta están cayendo sobre las cabezas del Gobierno de don Mariano Rajoy como para que usted se aferre a su poltrona ajeno a lo que sucede a su alrededor. Y le explicaré, esta vez públicamente, por qué debe irse. Pero, ante todo, quiero dejar bien claro, que no se lo pido por el varapalo que le acaba de dar el Tribunal Constitucional a propósito de la amnistía fiscal que usted decretó en marzo del año 2012. Es muy fuerte lo que le dicen, por unanimidad, los magistrados. Y como usted es una persona inteligente entenderá que su permanencia en el Gobierno es sumamente perjudicial para mitigar el fuego cruzado al que está siendo sometido el Partido Popular desde tantos frentes. Usted se va, le evita al Sr. Presidente del Gobierno el trance de tener que echarlo, y todos contentos: los miembros de su partido porque se quitan a un muerto de encima, la oposición, toda la oposición, Sr. Montoro, porque usted se ha convertido en piedra de escándalo alimentando con su política y con sus gestos la antipatía de todo el mundo, pero sobre todo, fíjese bien en lo que le digo, quienes más lo celebraríamos seriamos las ONG de España, y yo el primero, porque la política que usted ha auspiciado -o que usted ha consentido- solo nos ha causado desazón, angustia y la feroz persecución de sus  cancerberos al frente de las Delegaciones de Hacienda en los Ministerios, obligados a cumplir  unas directrices que usted y sus Secretarios de Estado han ideado para hacernos la vida imposible.

Muy fuerte lo que estoy diciendo, ¿verdad? Podría desarrollar aquí un largo rosario de agravios. Tantos que, al final, muchas ONG españolas hemos llegado a sentirnos acomplejados como si fuésemos delincuentes. Su Ministerio nos somete a un control del gasto tan absoluto como injusto. Ya lo sé. Con un discurso basado en ese principio la demagogia la tienen los populistas al alcance de la mano. Pero las cosas son como son y no como algunos quisieran que fuera.

Algunos ejemplos determinantes

Primero: Es verdad que “las palabras convencen, pero los ejemplos arrastran”. Por eso, frente a la fuerza de los argumentos, frente a la controversia a la que tan dados somos los políticos o los juristas, sirvan estos ejemplos tan puntuales como increíbles.

Sevilla: Hemos desarrollado un curso de formación profesional para una veintena de jóvenes en riesgo de exclusión. El programa fue un verdadero éxito reconocido por los responsables del Ministerio de Servicios Sociales, pero los agentes del Ministerio de Hacienda no opinaron lo mismo y nos hicieron devolver el importe de los billetes de autobús que entregamos a los jóvenes alumnos durante todo un año. Mucho dinero.

¿Por qué? Agárrense a la silla. A los muchachos se les entregaba cada siete días un billete de autobús de una semana de duración. Su precio era mucho más barato que entregarles cada día un billete de ida y vuelta. Los empleados del Sr. Ministro de Hacienda dijeron que había que entregar a cada alumno un billete individual cada día. Les dijimos que eso era una barbaridad. Que era un derroche innecesario. Que el billete semanal costaba menos de la mitad. ¡Ah!, dijo el funcionario, lo que ocurre es que el Ministerio autoriza la entrega de un billete para los días que se celebra el curso, es decir, de lunes a viernes. Y con este billete semanal los muchachos pueden utilizarlo el sábado y el domingo, y eso no está autorizado. Así que da igual que el precio sea más caro.

Segundo: Celebrábamos un programa de lucha contra el analfabetismo en Lugo. Pero transcurridos los primeros meses hubo un desencuentro entre algunos monitores del centro y los propios alumnos. Los responsables de nuestra asociación en Galicia me llamaron para que intentara resolver el conflicto. Y así lo hice. Cogí el avión en Barcelona hasta Santiago donde me esperaban algunos responsables para llevarme en coche hasta la capital. Estuve un día y medio y entre todos logramos reconducir el conflicto. Pero meses más tarde la cosa volvió a enrarecerse. Me volvieron a llamar, pero esta vez yo no pude ir y le encargué al Secretario General de la Unión Romani que vive en Sevilla que se desplazara a Lugo y pusiera paz y concordia para no comprometer el éxito del programa. Y fue un éxito. Costó esfuerzo, pero logramos alcanzar la meta que nos habíamos propuesto.

Pero he aquí que cuatro años más tarde nos reclaman la devolución del importe del billete de avión mío y el del Secretario General sevillano. Y los 35 euros que costó el hotel donde dormimos una noche, además de los 30 eurillos que en concepto de “dieta de mantenimiento” se nos entregó para que cubriésemos el gasto del desayuno, la comida del medio día y la cena. ¡Una pasta, sí señor!

Protestamos y el representante de Hacienda nos dijo que la única posibilidad que había para aceptar aquellos justificantes de pago era comprobar que tanto yo como el compañero de Sevilla fuéramos voluntarios del programa. ¡Perfecto! Dijimos. Ninguno de los dos cobramos ni un céntimo por el trabajo que hacemos. Y no es que seamos voluntarios, somos super voluntarios por el cargo y la responsabilidad que ostentamos. Respuesta:

-Sin duda, yo no tengo la menor duda de vuestra condición de voluntarios, pero vuestro nombre no aparece en la lista de voluntarios de la Unión Romani, así que a devolver el dinero.

Tercero: Este es un ejemplo sangrante: FRANCISCO SANTIAGO MAYA es un gitano granadino, fundador de la Unión Romani. Un hombre íntegro, honrado y fiel exponente de lo que es el espíritu y la doctrina de nuestra organización. Francisco, con sacrificio logró hace años el título oficial de educador social y desarrollaba su trabajo en Barcelona en el ámbito de su especialidad. Y al mismo tiempo era el tesorero de la organización. Pues bien, el Ministerio dice que hemos de devolver todo su salario completo de los doce meses del año 2014 porque Paco era miembro de la Junta Directiva y los miembros de la Junta Directiva no pueden cobrar. ¡Pero, oiga!, dijimos. Paco no cobraba por ser de la Junta Directiva, sino por el trabajo social que realiza desde hace más de 15 años entre los gitanos barceloneses. Da igual, el alma de acero de algunos de los subordinados del Sr. Montoro no entiende de estas sutilezas. ¡Válgame Dios! ¿De dónde sacaremos ahora el dinero que honrada y legítimamente cobró ‘El Brillantina’? ¡¡¡Imposible!!!

Cuarto: Las ocurrencias de los Secretarios de Estado del Sr. Montoro pueden llegar a ser misterios insondables. Fíjense en esta barbaridad. Yo vivo en Barcelona y debo viajar a Madrid con frecuencia por razones obvias. El señor de Hacienda que representa al Sr. Montoro en el Ministerio solo autoriza el pago de tu billete de transporte si vas a Madrid desde la ciudad en que vives, en este caso, Barcelona. Y si un día, víspera de una reunión en Madrid convocada por el propio ministerio, estás en otro lugar de España, no te autorizan el billete. Siempre ha de ser desde el sitio donde vives. Me ha ocurrido ya varias veces. Un día terminé de dar una conferencia en la Universidad de Málaga. Un billete desde Málaga a Madrid cuesta menos que uno desde Barcelona a Madrid. Me dijeron que ni hablar. Que viajara primero desde Málaga a Barcelona y luego que comprara otro billete desde Barcelona a Madrid. Les ruego que me crean. Y no lo juro porque soy gitano y a los gitanos no nos gusta jurar.

Una pregunta al Presidente del Gobierno

Sr. Rajoy: El mejor ministro que ha tenido el PP encargado de los asuntos sociales ha sido Don Javier Arenas Bocanegra y posteriormente Don Juan Carlos Aparicio Pérez. Con ellos el llamado Tercer Sector de Acción Social experimentó un fuerte desarrollo y gozó del respeto y la consideración que sus trabajadores merecen. Y me atrevo a preguntarle: ¿Por qué ha permitido usted que ese inmenso capital lo haya dilapidado don Cristóbal Montoro y sus más directos colaboradores en el Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas?

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